El 30 de marzo de 1986, la tragedia del vuelo 940 de Mexicana de Aviación marcó un oscuro capítulo en la historia de la aviación. A las 8:50 de la mañana, el Boeing 727, que transportaba a 158 pasajeros y 8 tripulantes, despegó del Aeropuerto Internacional Benito Juárez en la Ciudad de México, con destino a Los Ángeles, pero con escalas en Puerto Vallarta y Mazatlán. Sin embargo, lo que debería haber sido un viaje rutinario se convirtió en un desastre inminente.
Los pilotos, el capitán Carlos Guadarrama y el primer oficial Philip Piaget, notaron problemas con el avión, que parecía pesado y desalineado. A pesar de las anomalías en el rendimiento, decidieron continuar con el vuelo. Quince minutos después de despegar, una explosión sorda sacudió la aeronave. La comunicación con la torre se cortó abruptamente y, en cuestión de segundos, el avión se precipitó a tierra, envuelto en llamas.
El impacto fue devastador. La aeronave se desintegró en el aire, y los restos cayeron en la Sierra Madre de Michoacán, en un área de difícil acceso. Las labores de rescate comenzaron rápidamente, pero la escena era desoladora: no había sobrevivientes. Las autoridades se enfrentaron a un escenario caótico, con cuerpos carbonizados y una extensa zona de incendio que dificultaba la recuperación.
En los días siguientes, la investigación reveló que el accidente fue causado por un fallo mecánico en los frenos, que había sido reportado pero no resuelto adecuadamente. La tragedia del vuelo 940 no solo dejó un saldo trágico de vidas perdidas, sino que también impulsó cambios significativos en la seguridad aérea. Este suceso, uno de los peores en la historia de la aviación, subrayó la necesidad urgente de mejorar los estándares operativos y de mantenimiento en la industria. La memoria de las víctimas perdura, recordándonos el alto costo de la negligencia en la seguridad aérea.